Por primera vez en varios días nuestros cuerpos se adaptan al nuevo horario y descansamos bien por la noche, lo necesitábamos. Dejamos todo preparado en la habitación antes de bajar a desayunar. El desayuno es tipo buffet y nos permite hacer acopio de unos bocatas de cara a la comprimida jornada que habremos de afrontar. Pero lo mejor de todo son las vistas del lago que se aprecian desde el salón del comedor y en especial desde su terraza. Ahora comprendemos el nombre del hotel, ya que al llegar de noche únicamente podíamos suponerlo o intuirlo. Y otra buena noticia, el cielo aparece azul, despejado, completamente limpio de nubes.
Con la nevera bien pertrechada de hielo y
colocada en los asientos posteriores, iniciamos el plan de visitas poniendo
rumbo hacia la Glen Canyon Dam. Llegamos a ella cruzando un impresionante
puente metálico y pasamos de largo por su fachada principal a medida que la
carretera se encajona entre grandes cortados de piedra. A escasas millas un
desvío se desliza pendiente arriba hasta el mirador de Wahweap Overlook que nos
depara vistas magníficas del lago, de la propia presa y de la localidad de Page
donde hemos pernoctado. Al parecer aquí se rodaron algunas escenas de “Los 10
mandamientos” y “El Planeta de los Simios”.
Es temprano y apenas una pareja de turistas
se toma fotografías con la masa azul de agua como idílico fondo. Nos toca
deshacer el camino y en 5 minutos estamos aparcando frente al acceso del centro
visitantes de la Glen Canyon Dam. Lo primero que hacemos es asomarnos al pretil
exterior para asombrarnos con la altura del macizo de hormigón que soporta la
masa de agua y por otro lado la esbelta construcción metálica del puente en
forma de arco. Luego bordeamos el mencionado edificio para observar las dos moles
desde otra perspectiva. Más tarde accedemos al interior del centro de
visitantes dónde se puede observar una maqueta de la zona irrigada por el lago,
que dicho sea de paso es inmenso, descomunal… También hay exposiciones de
fotografías de la época en la que se construyó la presa así como gráficos explicativos
del funcionamiento de la misma.
Existe la posibilidad de asistir en el
salón de actos a una proyección que se repite periódicamente con pormenores de
la presa. La obviamos y, después de echar un ojo a los libros en venta y los
posters expuestos de distintos parques de la zona, salimos al exterior. Cruzamos
con el coche el puente sobre el río Colorado pero nos detenemos justo en el
otro estribo. Pie a tierra y recorremos el puente hasta su punto medio dónde se
puede apreciar la altura que alcanza sobre el agua: por un lado vistas a la
presa y por el otro al río, aguas abajo, encajonado entre paredes verticales de
roca. De vértigo.
Parada rápida en Page para repostar
combustible y comprar víveres de cara a los próximos días donde es previsible
que tengamos poco tiempo y haya escasos supermercados dónde poder hacerlo.
Salimos del núcleo de Page hacia el sur por la 89, que a pesar de estar cortada
por obras nos permite llegar en escasos minutos al aparcamiento habilitado en
la zona de Horseshoe Bend. El sol empieza a apretar y nos proveemos de agua,
gorra y crema solar. Una incómoda rampa de tierra nos encarama a lo alto de una
loma; desde aquí se intuye el meandro del Colorado. Y digo se intuye sólo si se
sabe lo que allí hay, porque hasta que no se culmina el descenso, hasta llegar
al borde del mismísimo precipicio, uno no es consciente de lo que le espera.
Las aguas de color verde rodean un
inverosímil peñón de piedra buscando el avance natural del río. Trescientos
metros más abajo los barcos, que parecen de juguete, dejan estelas de espuma
blanca a su paso. Es un lugar que corta la respiración aunque a algunos parece
impresionarles poco, habida cuenta de lo que se acercan al abismo buscando la
imagen perfecta para ser colgada en las redes sociales. Bordeamos con
precaución el acantilado para tener diferentes perspectivas y empleamos un buen
rato en el sitio oteando todos sus recovecos, luces y sombras.
Deshacer el camino resulta aún más penoso por el simple motivo de que el calor es ahora más palpable. Por eso y porque la tierra rojiza y suelta hace que nuestras zapatillas se hundan añadiendo dificultar al caminar. Ya dentro del coche buscamos con ahínco las tres chimeneas que vimos iluminadas la noche anterior porque son el faro inconfundible que nos guiará hasta la entrada del Navajo Tribal Park. Es el punto en el que Navajo Tours nos ha citado con 50 minutos de antelación para realizar la visita guiada en el Antelope Canyon (upper).
Un polvoriento camino nos desvía de la
carretera y en pocos metros tenemos nuestro primer encuentro con los indios Navajos;
hay que pagar $8 por persona para acceder al recinto del parque. Aparcamos en
una explanada de tierra y nos encaminamos a un sombrajo donde damos los datos
de la reserva y proceden a cobrarnos. Puedes elegir si pagar en metálico o con
tarjeta; los orondos Navajos hacen gala de la última tecnología y me cobran la
visita ($40 por persona) con una aplicación del Iphone que desata nuestros
comentarios de sorpresa.
Como tenemos que esperar a que nos llamen para
conformar los grupos hacemos un paso por los baños y curioseamos en los
carteles de entrada al parque. En ese momento una india Navaja me llama la
atención, piensa que me estoy colando y me pide el ticket de acceso al parque.
Se lo muestro entre sorprendido y molesto; “lo mismo se piensa que he venido
andando por el medio del desierto, no te digo”, pienso para mí.
Aún falta un rato pero nos dirigimos al
sombrajo que hace las veces de "punto de cobro" para guarecernos del sol. Allí coincidimos con la
pareja de españoles quenos encontramos en Los Angeles, en la zona del cartel de
Hollywood. Intercambiamos opiniones de estos primeros días y nos informan de
que esa misma mañana han estado en Monument Valley. El terreno tenía muchísimo
barro y agua en algunas zonas debido a las tormentas de los últimos días; nos
cuentan que han visto todoterrenos vadear charcos y el agua prácticamente les
cubría las ruedas. El tema me deja pensativo, habrá que analizar el estado del
camino por la tarde a ver si podemos acceder con nuestro coche. Hoy hace mucho
calor, tal vez el terreno se oree lo suficiente a lo largo de la jornada.
Salgo de mis pensamientos cuando los Navajos
empiezan a llamar a la gente a voz en grito para formar los grupos. Coincidimos
en el mismo vehículo con nuestros compañeros viajeros que lo primero que hacen
es fijar su GoPro al techo de la pickup. El traslado hasta la entrada del cañón
dura unos 10 minutos escasos y se realiza en enormes camionetas abiertas en su
parte posterior (pero techadas) que se desplazan bastante rápido por una pista
de tierra bacheada; así que toca agarrarse y soportar estoicamente los botes y
bandazos en el asiento. No apto para espaldas o traseros delicados.
Al llegar a la entrada del cañón los Navajos
lo tienen todo organizado para maximizar el tiempo y el espacio. Líneas
invisibles delimitan los aparcamientos de las pickup, pero cada una sabe dónde
ha de estacionar. Nuestr@ guía (digo esto porque durante un rato elucubramos
sobre su sexo) nos dice que se llama Jacelyn y nos instruye brevemente. Tenemos
que permanecer siempre juntos en el grupo y ella (parece que es una chica,
finalmente) nos indicará dónde y cómo se han de tomar las mejores fotos.
El acceso al cañón no es más que una
hendidura en la roca, difícil imaginar lo que hay dentro sin información
previa. La visita se realiza a la orden de avanzar/parar del guía que maneja
los parámetros de todas las cámaras y móviles con una velocidad de dedos endiablada.
El lugar es asombroso, tanto por las curiosas formas que el paso del agua ha
esculpido en la roca arenisca, como por los juegos de luces que podemos
presenciar; son el resultado de los rayos solares en su punto más alto del día
incidiendo en el interior del cañón. Para acentuar el efecto y hacerlo más
patente, los guías arrojan al aire puñados de tierra que generan nubes de fino
polvo que dan corporeidad a los haces de luz. Un espectáculo digno de ver.
Dentro del cañón se pueden ver algunos
troncos, que según la guía son restos de las inundaciones históricas
acontencidas en el cañón (una de las cuales acabó con la vida de 11 turistas
hace unos años), aunque me da por plantearme si no habrán sido colocados
exprofeso para la ocasión. De una forma o de otra no me gustaría estar dentro
del agujero cuando se produce una avenida de agua proveniente de lluvias
torrenciales en estas áridas tierras. Dentro del cañón hay tanta gente circulando en ambos sentidos, que las situaciones son grotescas; es casi imposible
sacar una foto sin “compañeros” inesperados de escena, y en algunos puntos se
montan tales aglomeraciones que habría que advertir a la gente que padece de
claustrofobia que se abstenga de entrar ya que en algunos momentos puede resultar
agobiante. Se llega al final de la grieta y nos muestran el punto por donde el
agua accede para haber originado el cañón. No me extraña que se produzcan esas
inundaciones, pues se trata de un enorme embudo natural; después de 5 minutos de
descanso se deshace el camino, ahora sin paradas y a paso más ligero.
Comento con María que el lugar es mágico y
merece completamente la pena verlo, pero es una lástima el negocio que tienen
montado los Navajos y el trato que dan a los visitantes, azuzándoles en todo
momento, lo que hace que uno no pueda detenerse con calma a observar esta
maravilla de la naturaleza. Ni siquiera creo que el tour fotográfico merezca la
pena; sí, pasas más tiempo en el interior pero fuimos testigos de cómo los que
hacían ese tour se afanaban por plantar el trípode entre tanta gente y no
tenían apenas opción de apretar el botón de disparo de las cámaras sin que
alguien se interpusiera en la foto.
En la explanada de tierra en la que dejamos
aparcado nuestro vehículo nos despedimos de la pareja de españoles. Toca un
buen rato de carretera pero no nos importa. Los paisajes invitan a cambiar el
repertorio musical que la radio del coche reproduce y a escuchar temas de Ennio
Morricone o bandas sonoras de westerns famosos, y así lo hacemos. No hace falta
imaginación para evadir la mente a esas películas del Far West que veía cuando
era niño o adolescente; y digo que no hace falta porque ante nosotros aparece
la fotografía fija empleada en esas películas, los mismos exteriores por lo que
cabalgaban vaqueros y tribus de indios salvajes… Ensimismados en el paisaje
vamos devorando millas de carreteras con interminables rectas a la par que
damos fin de los sándwiches que nos preparamos en el desayuno.
Aminoramos la velocidad para atravesar la
población de Kayenta y al fondo empiezan a emerger las formaciones llamadas
“buttes” y que son tan características de esta zona. Con el mismo entusiasmo con
el que dos niños pequeños abren sus regalos el día de Reyes, vamos parando en
varios puntos del trayecto para ver los paisajes con detenimiento y así
avanzamos hasta llegar al cruce de la carretera que desemboca en la entrada de
Monument Valley. Después de sacar fotos a los carteles de los estados de
Arizona y Utah (cuyos límites territoriales se encuentran aquí) seguimos rectos
y obviamos la entrada al parque. El objetivo es avanzar por la carretera 163
hasta llegar a su milla 13.
Bordeamos los “buttes” y prácticamente
esquivo un caballo que pasta en la cuneta con parte de su cuerpo sobre la
calzada. No dejo de mirar por el retrovisor hasta que en él se dibuja una
estampa conocida. Estamos en la milla 13, aparto el coche a la derecha de la
carretera y nos apeamos. Al fondo la inconfundible silueta de Monument Valley
que engulle la carretera por la que acabamos de transitar. ¿Quién no recuerda
la escena de la película de Forrest Gump donde el protagonista con larga barba
y gorra deja de correr a la par que es seguido por un grupo de gente?. Pues bien, aquí
estamos, justo en ese punto. Avanzamos un poco más para hacer un cambio de
sentido y encontrar un cartel que recuerda el lugar, “Forrest Gump Point”, como
no podía ser de otra manera.
Aunque más tarde pasaremos de nuevo por aquí para ir a pernoctar a Mexican Hat, queríamos ver el lugar con luz y de ahí que hayamos venido antes de ver Monument Valley. Con satisfacción en el cuerpo volvemos por la misma carretera y ratificamos la posición del caballo; sigue pastando suelto cerca de la calzada. Puede constituir un potencial peligro para el tráfico, consensúo con María mientras lo rebasamos con el coche.
De nuevo toca “retratarse” en la caseta de
entrada a Monument Valley y pagar los $10 estipulados por vehículo; a cambio
acceso al parque y un escueto mapa que describe el “loop” a realizar con el
coche, donde se especifica la posición y nombre de los riscos de arenisca roja.
Lo primero que hacemos es asomarnos desde un mirador para contemplar la fotogénica
estampa de los “buttes” que se levantan sobre terreno rojizo; no creo que haya
nada que evoque más al género cinematográfico del western. Desde aquí,
inquieto, constato que el terreno está seco, ha absorbido el agua de las
lluvias y parece practicable. Algunos turismos circulan en la parte baja del
recinto lo que me anima a tomar una decisión.
Había leído mucho sobre si el camino era accesible
con un coche normal sin correr demasiados riesgos para los bajos o era
imprescindible un todoterreno. Tengo que decir que con un vehículo normal se
puede hacer perfectamente. La parte que puede considerarse algo más conflictiva
es la rampa de bajada al fondo del valle, pero no entraña ningún riesgo negociando
las curvas y roderas del terreno con cierta coherencia. Los caminos del valle son
perfectamente transitables y, en el caso que nos ocupa y después de lluvias
torrenciales, una motoniveladora se encarga de adecentarlos mientras dura
nuestra visita.
Durante un par de horas circulamos entre
los “buttes” haciendo paradas en cada punto marcado en el mapa para poder
observar con detenimiento los escenarios y poder sacar fotografías. El sol va
cayendo y los colores rojos y naranjas del valle ganan en belleza. Apuramos
realizando el “loop” hasta que el sol se ha ocultado por completo y salvamos la
subida a la zona del hotel sin mayor dificultad. Nos posicionamos en el mirador
para ver como la luz del crespúsculo se va apagando y los vivos colores comienzan
a atenuarse. Magníficos contrastes de rojos, naranjas, azules y violetas.
Aquí coincidimos con una pareja de Gerona
que nos pone al corriente del corte de la interestatal I-15 debido a las
fuertes lluvias; a ellos les costó un gran atasco, tener que dar un rodeo
enorme para ir de Las Vegas a Bryce y lo que es peor, llegar al parque de noche
y no poder disfrutar de él. Amablemente nos dan un mapa de carreteras del
estado de Nevada por si nos hiciera falta emplear desvíos alternativos.
Charlamos un rato con ellos sobre los avatares de nuestros viajes y con la
noche sobre nosotros ponemos rumbo a Mexican Hat, donde pernoctamos hoy.
Conocemos la carretera porque hemos pasado
unas horas antes por allí y vamos sobreaviso con el caballo que pastaba
libremente cerca del asfalto. Nos topamos con un coche parado en el carril
contrario y una persona que agita las manos pidiendo ayuda. Nos ponemos en lo
peor, habrá sufrido algún percance con el animal. Por un momento pienso en
buscar un sitio dónde dar la vuelta porque la carretera es muy estrecha para
hacerlo a las bravas. Al final no lo hago porque veo como hay otros dos coches
delante del nuestro que están cambiando de sentido en un apartadero y retornan
a prestar auxilio al vehículo detenido 200 metros más atrás.
Mientras comentamos las enormes
posibilidades que hay por aquí de atropellar accidentalmente animales que
cruzan las carreteras, llegamos al pueblo de Mexican Hat, apenas unas cuantas
casas dispuestas a lo largo de la carretera y en las proximidades del río San
Juan que discurre por esta zona. Después de alojarnos en nuestra habitación que
está en la segunda planta y que da a la parte trasera del edificio bajamos al
patio a cenar.
Nos habían comentado en el check-in que se
servían cenas hasta las 10, así que no nos demoramos. Una vez que estamos
sentados y hemos pedido nos damos una vuelta por las inmediaciones del hotel,
un sitio bastante interesante. Desde luego lo que más nos llama la atención es
el cocinero, su atuendo de cowboy y la forma de preparar la carne, a la
parrilla sobre un balancín que se mece sobre las llamas. De aquí el nombre del
restaurante del hotel, “The Swinging Steak” (el filete que baila).
Pedimos una pieza de “rib eye” que es acompañada por una guarnición de ensalada, fríjoles, pan tostado….y maridamos todo con cerveza de Utah. La carne es deliciosa a la par que jugosa, de gran calidad. Disfrutamos de la cena muy cerca de la parrilla aún llameante, del ir y venir del cowboy en sus quehaceres y de una atmósfera de tranquilidad. Nos está gustando esto de viajar por el Oeste americano.
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