Aterrizamos en Los Angeles a las 16.00 pm
con media hora de adelanto sobre el horario previsto. El vuelo con Iberia ha
transcurrido con normalidad y ha dejado patente algo ya conocido, la decadencia
de la compañía y el anacronismo de sus aeronaves para estos vuelos de tanta
duración. Al menos no ha habido contratiempos y el servicio de comidas ha sido
razonable aunque algo escaso entre horas.
Una larga cola nos aguarda para pasar el
trámite de inmigración y durante más de 45 minutos avanzamos ordenadamente por
pasillos bien delimitados mientras departimos con una pareja de madrileños que
conocimos en Barajas, compañeros del foro de Los Viajeros. Un perro de la
policía, atado con correa, olfatea maletas y mochilas entre los cansados
pasajeros.
Llega nuestro turno y tras una serie de
preguntas de rigor el agente del aeropuerto se fija en la dirección de
residencia que hemos indicado en el formulario que tuvimos que rellenar en el
avión. “¿Inglewood?. ¿Qué hay qué ver en Inglewood?” me pregunta. “Supongo que
nada; pero está muy cerca del aeropuerto para poder dormir nuestra primera
noche en la ciudad”, le respondo esbozando media sonrisa. Todo este proceso
transcurre mientras nos toma las huellas dactilares y una fotografía digital
para cotejar la del pasaporte.
Superado el trámite sin mayor contratiempo,
recogemos las maletas que giran hace rato en la cinta y atravesamos el control
de aduanas que se limita a un operario que te pregunta si llevas comida en su
interior y que sea preciso declarar. En el hall principal busco un cajero
automático para obtener algo de dinero en efectivo que llevar encima: no veo
ninguno. Tampoco lo busco con demasiado ahínco.
A pocos metro de la puerta y perfectamente
señalizada se encuentra la parada del servicio de shuttle de autobuses que
conectan la terminal con las instalaciones de las empresas de alquiler de
vehículos; llega el que pertenece a Alamo y lo abordamos. El conductor nos
ayuda amablemente a colocar las maletas en las barras portaequipajes. Uno de
los componentes de un grupo de chicos de Mallorca habla por teléfono; al
parecer le han extraviado la maleta y gestiona cómo y dónde recuperarla.
Al llegar a Alamo hay opción de hacer las
gestiones en una máquina automática pero preferimos aguardar nuestro turno para
ser atendidos por un empleado. Entablamos conversación sobre los seguros y me
ofrece el de daños personales y el de asistencia en carretera, le indico que no
los necesito y no sé qué tipo de lío se hace pero cuando me entrega el contrato
para la firma veo que me intenta “colocar” los dos seguros referidos con un
sobrecoste. Le digo que no los quiero y sin mayor ademán vuelve a imprimirlo.
Ahora está todo OK, el balance a pagar aparece como cero dólares.
Con el papel en la mano salimos a la zona
del parking y deambulamos por una hilera de coches cuyo letrero nos anuncia la
categoría que hemos contratado; un coche Midsize. Después de comprobar millas,
estado de neumáticos, conexión USB y tamaño del maletero estamos indecisos. Nos
despedimos de los compañeros viajeros que conocimos en Barajas que ya tienen
todoterreno para su aventura. De repente aparece un empleado conduciendo un
Hyundai Elantra recién salido del túnel de lavado; comprobamos las millas (6.745
millas) y optamos por quedarnos con él, cargamos nuestro equipaje en el amplio
espacio del maletero, coloco los espejos, el asiento, me familiarizo con la
palanca de cambios, le indicamos al GPS la dirección del hotel y ¡en marcha!.
Un fugaz paso por la salida del aparcamiento, con el tiempo justo para que el
empleado de Alamo lea digitalmente el código que figura en la luna delantera
del coche y ya estamos en la jungla de asfalto de las calles angelinas.
Pierdo la virginidad con el cambio
automático después de un primer y único frenazo brusco; mi pie izquierdo busca
estérilmente el pedal del embrague. Trato de acomodar la velocidad del coche a
la del tráfico existente y de hacerme hueco ante las monstruosas camionetas
pick-up. Apenas en 10 minutos estamos en la zona del hotel (Crystal Inn Suites
and Spa) y callejeamos para encarar la entrada sin maniobras demasiado
arriesgadas. A estas alturas ya me he habituado a los semáforos ubicados al
lado contrario en los cruces.
Nos recibe un chaval de rasgos de la India,
que nos habla en español al ver nuestros pasaportes. Vivió varios años en
Panamá y domina el español. Hacemos el check-in, colocamos nuestras maletas en
la habitación y volvemos a recepción para pedirle información sobre un
supermercado cercano (aquí los llaman Grocery Store). Le decimos que queremos
comprar una nevera portátil para el coche y algo de comida. Automáticamente se
adentra en un cuarto anexo a la recepción y sale con una nevera de plástico;
nos pregunta que si nos vale, que habitualmente muchos huéspedes las abandonan
en las habitaciones al finalizar sus road-trips y que tienen varias. ¡Claro que
nos vale!. Mucho mejor ésta que una de corcho.
Llegamos a una zona comercial donde se
ubica el Target que nos ha indicado el chico de recepción; a la entrada hay un
cajero dónde nos hacemos con dólares en efectivo. Nos perdemos por los lineales
del “super” curioseando entre ellos.
Al salir de allí aprovechamos la zona de
restaurantes de comida rápida que hay enfrente y entramos en un In-n-Out donde
hacemos nuestro debut con la fast-food americana. La carta del sitio es corta,
así que la decisión es fácil. El local está lleno, es viernes por la tarde.
Esperamos a que canten nuestro número de pedido y a cenar. La verdad es que las
hamburguesas están muy buenas y jugosas y hacemos uso del refill gratuito de
las bebidas en un par de ocasiones. Descubrimos el Dr Pepper, una bebida de
cola con sabor a piruleta de fresa que nos trae recuerdos de infancia.
Volvemos al hotel y nos vamos a dormir.
Después de un largo día de 24 horas el cansancio hace acto de presencia. A ver
cómo nos afecta el cambio horario cuando amanezcamos mañana. De momento
seguimos en la ciudad de Los Angeles, el inicio del Road Trip tendrá de esperar
un poco más.
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